Desposeído el escritor criollo de toda
misión social, no tuvo otro destino —si quería ser limpio y honesto— que
evadirse por las rutas de la fantasía, verter en fábulas su dolor del tiempo
presente. Para algunos, siguiendo el viejo ejemplo de Juan Vicente González,
la historia era como un castillo recóndito donde encerraban su callada y amarga
protesta. Es el caso de ese como último discípulo de Rousseau y heredero de la
tradición de don Simón Rodríguez, que se llamó Lisandro Alvarado. Alvarado es
una de las mentalidades más curiosas y un poco malogradas que ha producido
Venezuela. Su inconformismo —como el de don Simón Rodríguez— se transformó en
espíritu nómada, en permanente curiosidad, en ansia de lo primitivo. Era el
hombre que quería buscar en el idioma y la convivencia de los indios el sentido
y explicación del Universo que no podían enseñarle los doctores de Caracas;
que se ponía unas alpargatas y se dejaba apresar en la recluta para identificarse
con los pobres soldados palúdicos que comen su ración de “topochos” y tocan su
triste “cuatro” en la plaza de la aldea criolla; que en una recepción del
Ministerio de Relaciones Exteriores exhibe una corbata de púrpura y un
prendedor con la calavera y las tibias de la muerte como para escandalizar —un
poco infantilmente— a los prudentes funcionarios; que defiende contra la
Facultad de Medicina de Caracas al yerbatero Negrín porque éste ofrece yerbas
de nuestros campos, y vosotros, señores doctores, usáis venenos químicos y
cobráis veinte bolívares por la consulta. Esta simpática y buscada
extravagancia de un hombre como Alvarado esconde de manera simbólica la
tragedia de la inteligencia criolla, del hombre inconforme entre muchos hombres
satisfechos. Quienes como él no podían dialogar con los indios, o perderse por
los caminos de Venezuela arrastrando las alpargatas del recluta, o leer los
clásicos latinos, salían al extranjero —Morantes, Blanco Fombona, Pocaterra— a
derramar sus panfletos y protestas. Otros solían malograrse en el clima
trágicamente monótono de las tiranías estúpidas; de una existencia como al
margen de las aspiraciones y los problemas del mundo moderno. Venezuela no sólo
ha devorado vidas humanas en las guerras civiles, en el azar sin orden de una
sociedad violenta, en convulsionado devenir, sino también marchitó —antes de
que fructificaran bien— grandes inteligencias. Entre las no pocas cabezas que
surgieron de nuestra tierra no infecunda, tal vez la única que cumplió
goethianamente con su nutrido mensaje fue la de Andrés Bello. Pero la obra de
Bello fue a convertirse en organización civil, en norma jurídica, en tradición
cultural en la República de Chile. Sobre otros grandes hombres nuestros cayó
un destino de misantropía y soledad como el que acabó con la extraordinaria
existencia de Cajigal, o de ya insalvable fatalismo histórico, como fue el
caso de Gual, de Fermín Toro, de Juan Vicente González, de Cecilio Acosta. En
la primera de sus novelas, El último solar, ha contado Rómulo Gallegos esta historia permanente y profundamente
nuestra del idealista que no alcanza a convertir su ideal en acción; del
reformador que no reforma.
* * *
Después de la guerra federal (1859-64)
había entrado el país en un retroceso de barbarización que no alcanzó a superar
ni vencer el sedicente “despotismo ilustrado” de la época de Guzmán Blanco. Imbuido
de la suntuosidad ornamental y aparatosa del Segundo Imperio francés,
inteligente e intuitivo, pero al mismo tiempo vanidoso y cerrado en su
providencialismo, Guzmán olvidó, por la obra de ornato o por la empresa
entregada al capital extranjero, las cuestiones inmediatas de la tierra; su
progreso se quedó en la periferia y no llegó a lo profundo de la vida nacional.
Tuvo oportunidad de hacer una política semejante a la de Sarmiento, Mitre o
Pellegrini en la República Argentina; encontraba un país que le hacía caso y
podía poblar y sanear. (Era el momento en que grandes masas de población
europea desembocaban en la Argentina.) Pero su simple ideologismo y su vanidad
de dictador limitaron la obra de Guzmán Blanco; en vez de unir una Venezuela
agotada, desangrada y barbarizada por las guerras civiles, se complació en dividir.
Venezuela, dentro de la idea guzmancista —que fue también la de aquella facción
que se denominó el “Partido Liberal Amarillo”—, se dividía en los “buenos” y
los “malos”, en los “liberales amarillos” y en los “godos de uña en el rabo”.
Fue muy inferior a Páez, porque no logró formar en torno suyo una
“inteligencia” que le diera forma, base jurídica o moral al Estado venezolano.
El intelectual, para Guzmán Blanco, fue el amanuense, el rapsoda de las glorias
del “Ilustre Americano”. Y con el pretexto magnífico de una cuestión
doctrinaria (Venezuela no quería que los sacerdotes se metieran en la
política) escamoteó el verdadero problema venezolano, que era el de aquellas
masas campesinas de la Guerra Federal que con su oscuro instinto reclamaban
justicia económica. “Anticlericalismo y alternabilidad republicana” fueron
casi las únicas consignas que podían traducirse claramente dentro de la
retórica vaga y proliferante de lo que se llamaba el “Partido Liberal”.
Anticlericalismo: el sonado asunto de las “manos muertas” y de la “laicización
de los bienes de la Iglesia” no enriqueció precisamente al país, sino a los
jefes y usufructuarios de la Federación. En cuanto a la alternabilidad
republicana —no del César, naturalmente, que se hacía aclamar y reelegir, sino
de los funcionarios sometidos al arbitrio y la caprichosa voluntad del amo—,
impidió que se formara en Venezuela ese elemento de orden y de disciplina
social que se llama una reglamentada administración pública. (El funcionario
que no necesitaba competencia ni adiestramiento técnico, sino dependía
solamente del tornadizo humor del “jefe”, consideró su empleo como una provisoria
y eventual época de las “vacas gordas”, como un premio de la lotería fiscal que
es preciso aprovechar, dado su carácter aleatorio. Sociológicamente,
Venezuela, después de las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XIX, es
como una gran montonera —sin ejército, sin administración pública digna de este
nombre— donde el caudillo más guapo, inteligente o astuto se impone sobre los
otros caudillos provinciales.)
Si para sus obras de ornato, Guzmán Blanco
pensaba en la Francia del Segundo Imperio, y por ello algunos edificios
públicos construidos en esa época tienen un estilo de balneario, para gobernar
sobre los voluntariosos caciques era como el supercacique que hablaba. . .
francés. Desaparece de la acción pública aquella inteligencia constructiva de
nuestros primeros legisladores, hombres de Estado o pensadores, y el escritor y
el jurista sólo sirven, como en Bizancio, para poner en mejor prosa los
caprichos del jefe. Es el valor del “guapo” o la audacia arbitraria del
“cacique” la más alta medida humana en ese largo período histórico (1864-1935),
que se prolonga hasta el final de la dictadura de Gómez.
Ya en 1865 un escritor de la talla de Juan
Vicente González se había colocado, con un poco de romanticismo histórico, en
la posición del último venezolano que ha visto morir los hombres que hicieron
la patria; que ha enterrado con Gual al último grande hombre de Estado; con
Fermín Toro, al último humanista; que ha sido testigo de la lamentable
senectud de Páez. Se objetará, y con razón, que lo que dolía a Juan Vicente
González, a pesar de que su estilo y su visión histórica habían recibido la
influencia de Michelet, era la desaparición de una tradición aristocrática
vinculada un poco a los “mayorazgos” intelectuales de Caracas. Venezuela, por
la necesidad imperiosa de la realidad geográfica, no eran las cultas tertulias
caraqueñas de don Manuel Felipe Tovar, ni el grupo de humanistas que habían
hecho muy bien su latín en el Seminario Tridentino, ni las jóvenes generaciones
del Colegio del Salvador del Mundo. Venezuela era también el desierto y los
hombres del desierto, ansiosos de expresión, cuyo caudillo y profeta se llamó
Ezequiel Zamora. Pero ocurrió que esa educación un poco para las “élites”
intelectuales (la educación del latín y el derecho romano de nuestros primeros
hombres públicos) no fue reemplazada por una educación democrática, por el
“humanismo moderno” con que soñaba Cecilio Acosta.
Cecilio Acosta fue uno de los hombres que
entre los años 60 y 80 tuvieron una visión más aguda de los problemas y
urgencias nacionales. Se han precipitado sobre el país las masas rurales, los
“hombres nuevos” que movilizaron las facciones federalistas; era preciso
incorporarlas a la cultura, “darles forma”, como diría Spengler. Y ese
humanista —esa especie de fraile laico— sabe ver los caminos de la civilización
contemporánea. Más que en los discursos académicos —demasiado adornados para
nuestro gusto de hoy—, el pensamiento vidente y vigilante de Acosta se vierte
en aquellos artículos o cartas un poco familiares en que parece discutir con un
interlocutor invisible el destino de nuestras democracias criollas. El mundo
democrático sajón le sirve como ejemplo, contraste y amenaza ante el
desorganizado mundo indolatino. Pide para Venezuela nuestro humanista aquello
que es un lugar común, pero que en la práctica no hemos hecho: una enseñanza
democrática que, a base de idiomas modernos bien aprendidos, nos abra las rutas
del comercio y el conocimiento mundial; menos doctores y más agricultores y
artesanos; estudios técnicos; conocimiento objetivo y directo de nuestro
territorio. Contra el peligro imperialista sajón, que ya había advertido
admirablemente Gual, Acosta recomendaba “sajonizarse” un poco, no renunciando a
nuestra alma nacional, pero adaptándola a los valores y las formas del mundo
moderno. Éramos los románticos, los soñadores indolentes y desaprensivos en una
civilización dirigida por ingenieros y hombres de empresa.
Pero bajo la autocracia guzmancista no era
un pensador aislado como Acosta quien podría transformar la vida nacional. Él y
otros intelectuales que no se plegaron a la alabanza y perpetua apoteosis del
dictador vegetaban en ese “cementerio de los vivos” de que hablaba el propio
Guzmán Blanco. La gran retórica de la “causa liberal” ahogaba en las
aclamaciones del “septenio” o del “quinquenio”, en los discursos y manifiestos
presidenciales, en los editoriales de La Opinión Nacional —primera gran empresa de periodismo
cesarista surgida en el país—, el eco de un verdadero pensamiento nacional que
ayudara a la edificación democrática. La fuerza del Estado guzmancista se
expresaba en aparatosa obra de ornato: el Capitolio Nacional construido en
ochenta días, el Paseo del Calvario, las torrecillas góticas de la Universidad,
etc. Entre tanto, se extendía el paludismo en el llano, se estancaba la riqueza
ganadera y pagábamos en contratos leoninos las pocas obras de efectivo progreso
construidas con auxilio del capital extranjero (muelles y ferrocarril de La
Guaira, ferrocarril de Puerto Cabello, etc.)
El clima propicio y los elementos raciales
más homogéneos favorecían a algunas regiones del país, como la región andina,
que permanecieron un poco al margen de la vasta tormenta federal y que, aun
sin recibir inmigrantes y disponer de buenos caminos al mar, aumentaban,
empero, de riqueza y de potencial humano. Son estas circunstancias étnicas y
sanitarias las que en la alborada del presente siglo producirán una revolución
andina. Lo que se ha llamado “la cuestión andina” reproduce en pequeño en
nuestra historia nacional el caso del Lacio agrícola y biológicamente fuerte y
unido de los primeros siglos de la historia romana sobre las poblaciones más
brillantes pero más divididas de la Italia meridional, o de la Macedonia
montañesa sobre los retóricos y discutidores de Atenas. Ningún problema de
historia venezolana requiere del historiador y sociólogo mayor cuidado y comprensión
al interpretarse. Que bajo Castro y Gómez, los dos caudillos montañeses, la
administración fuera rapaz, no es culpa de los Andes, sino de la vasta dolencia
social. Y en la descomposición de ese período que Pocaterra ha llamado “la
Venezuela de la Decadencia”, Castro y Gómez, ayudados también por sus
“doctores”, pueden afirmarse en el poder nueve años el uno y veintisiete el
otro.
Medio siglo después de la Federación aún
subsistía aquel estado social informe creado por ella. Castro, Gómez y sus “jefes
civiles” eran como los últimos y tardíos representantes de esas masas rurales
que entre 1858 y 64 destruyeron las “formas” del Estado venezolano. Habrían
podido llegar a incorporarse normalmente a la vida nacional si lo que entre
nosotros se llamó campanudamente el liberalismo hubiera realizado lo que no
alcanzaron o no pudieron realizar los godos: un plan económico y una reforma
educacional. El poder público se deseaba como una industria en un país de tan
rudimentarias formas económicas como era el nuestro. Si algunas pequeñas
oligarquías provincianas conservan las haciendas heredadas de sus mayores y la
tierra rica (a pesar de la técnica agrícola primitiva) les da holgadamente para
vivir; si a la sombra del capital extranjero empieza a formarse en Caracas y
en los centros comerciales otra oligarquía que acapara los bancos y el comercio
exterior, la gran masa carece de destino económico. El venezolano que no heredó
hacienda y que no tiene vocación para médico o abogado (las dos profesiones
liberales a que se aspira más anhelosamente) no encuentra qué hacer. Por esta
razón, las guerras civiles y revoluciones de Venezuela en el siglo XIX parecen
movilizar en busca de un destino personal esa masa de población pasiva, sin
ubicación ni sitio en el mundo. Pequeños comerciantes y gentes endeudadas se incorporan
así a las facciones de la Federación y de las guerras que vienen después. La
vida venezolana de aquellos días es la enorme novela de las gentes que se
lanzan a perseguir la suerte. Se esperaba una revolución casi como un medio de
circulación económica; se robaba al hacendado o se imponía un “empréstito
forzoso”. Cuando no había una revolución, eran aventuras como las del caucho o
el oro de las selvas guayanesas las que lanzaban a las gentes tras un nuevo
Dorado de fortuna.
El atraso cultural iba de mano con el
atraso económico y explica también la violencia inaudita de aquellas horas de
historia nacional. Ante las masas nuevas y bárbaras que había aflorado la
guerra de Federación, un hombre como Guzmán Blanco llega a asustarse y tiene
una gran idea: multiplicar las escuelas, crear la educación primaria
obligatoria. Esta idea guzmancista, como todas las suyas, apenas roza la
superficie del problema. Indudablemente hay más escuelas en 1884 que las que se
hicieron en el tiempo de los godos. Pero estas escuelas sin maestros (porque
los caciques locales nombran a su guisa los preceptores), sin material de
enseñanza, sin relación práctica o emocional ninguna con el medio donde deben
actuar, apenas enseñan a algunos proletarios o campesinos venezolanos a
garrapatear su nombre o a leer deletreando. No se traducen en cambio moral o
económico provechoso para el medio rural. No mejoran la producción, ni las
formas de convivencia familiar, ni la comprensión cívica de la patria. Por lo
demás, el esfuerzo ocasional de Guzmán Blanco no tiene continuidad bajo los “césares”
posteriores. Recientemente, y de manera muy sagaz, ha hecho Arturo Uslar Pietri
un estudio crítico de los presupuestos venezolanos en el presente siglo. La
instrucción pública es, naturalmente, bajo los regímenes de Castro y Gómez, la
rama más abundante y peor dotada entre los servicios del Estado. En esta medida
nos corresponde, bajo el gomecismo, el triste privilegio de ir como a la zaga
de los países sudamericanos.
Ante
las desgracias del país y el empirismo y la rutina bárbara que se suceden bajo
la forma de malos gobiernos, la inteligencia nacional suele reaccionar
conformista o pesimistamente. Un venezolano que hubiera nacido en las últimas
décadas del siglo pasado —el 70, el 80, el 90— y cuya edad de razón
correspondiera a los regímenes de Castro o Gómez, no habría visto en torno suyo
ni podía aspirar ni desear otra cosa. Lo que entre nosotros se llama la
cultura no es propiamente la identificación o comprensión con la tierra, sino
la fuga, la evasión. El “modernismo literario” de los años 1890 a 1900
significó para los intelectuales venezolanos el camino a Europa, la
reivindicación individual de cultura de los mejor dotados en un país que
todavía no los comprende ni los necesita. El nombre de la revista con que se
inicia una de las más brillantes generaciones literarias que ha tenido el país
—la de Coll, la de Díaz Rodríguez— es revelador de ese estado de alma. Se llama
Cosmópolis, porque hay que buscar en otras tierras el
contento espiritual que no puede ofrecer la nuestra. Porque en el medio no
dominan las ideas, sino los instintos; el escritor o el artista se encierra en
su “torre de marfil”, en el shakespeariano castillo que sirvió como título a un
libro de Pedro Emilio Coll. Las dos actitudes más frecuentes en la literatura y
el pensamiento venezolano de ese período son el criollismo folklórico y el
ausentismo exótico. El decadentismo europeo y el individualismo estético de los
años 90 alejan al escritor de la tierra o lo impulsan a erigir, frente a la
oscura realidad próxima, su fantástico mundo de sueño y de errancia, como en el
Tulio Arcos pintado por Díaz Rodríguez. Si los mejores escritores de esta
generación y de la inmediatamente anterior —Gil Fortoul, Zumeta, Díaz Rodríguez,
Coll, Urbaneja Achelpohl— han escrito páginas que cuentan entre lo más duradero
de la prosa venezolana, a otros puede aplicárseles la definición de Francesco
de Sanctis al explicar el barroco literario italiano de la época de la
Contrarreforma. “Toda idea literaria —decía Sanctis— se refiere a la forma y
carece de contenido. La literatura es una especie de espectáculo vocalizado en
que predomina y se busca lo intrincado del concepto, el brillo de la imagen, la
sonoridad de la frase. Es un ideal frívolo y convencional, con escaso sentido
de la vida real; es un absoluto ocio interno.” Mientras los bárbaros llegan
—como en Idolos
rotos, de
Díaz Rodríguez—, el artista que se siente desterrado en el medio, sin voluntad
ni apetencia para un combate que advierte desesperado, se refugia en el amor o
en un solitario e incomprendido ideal de belleza. O bien —ya que todos son
bárbaros—, con frenesí dannunziano, quiere buscar también la oscura y cruel
hermosura de la barbarie. (Había poetillas decadentes que comparaban a
nuestros “jefes civiles” de la época de Castro y Gómez con los condottieri del Renacimiento.) Ser “guapo”, en el
sentido de la violencia criolla, parecía un valor estético.
A pesar de nuestro atraso científico, o precisamente por eso, el materialismo
determinista de la segunda mitad del siglo XIX era la única corriente
filosófica que había penetrado en nuestras escuelas. Como ya lo he explicado en
otro ensayo mío (Hispanoamérica, posición crítica), surge en esa época entre nosotros una
sociología de tipo cesarista que pretende justificar el hecho venezolano y que
puede esgrimirse como arma providencial de propaganda política.
Desde un punto de vista puramente
literario, es Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, la más significativa obra de ficción producida al
final de la época gomecista. Es el libro en que mejor cabe, hecho símbolo, la
tragedia civil que sufría Venezuela. Doña Bárbara es el instinto puro y devorador que
consume toda construcción, todo orden de la inteligencia y la cultura. Ella se
yergue ardorosa y terrible en su voluntad de barbarie. Es como la Venezuela
mestiza surgida de la montonera primitiva, del pueblo sin guía, del Estado sin
forma que hemos sufrido a través de las crueles guerras inexpiables y las
dictaduras de los siglos XIX y XX. Y aquel mundo de Doña Bárbara se puede comparar —si no literariamente,
por lo menos desde el punto de vista sociológico —con la Venezuela aldeana que
con parecido dolor civil describiera Fermín Toro en un discurso famoso de la
Convención de Valencia en 1858. Entre uno y otro testimonio literario han
mediado setenta años; es decir, el curso de más de dos generaciones. Y a pesar
de algunos ferrocarriles y carreteras, el estado social del pueblo parecía el mismo
de 1930. Superstición, rutina, crueldad. Después de Fermín Toro, las masas
campesinas, en que ardía un como instinto mesiánico, siguieron a los caudillos
que les prometían justicia. Pero los jefes de la guerra se convirtieron en los
“jefes civiles” de la paz castrista o gomecista. Relatos fabulosos, los sueños
de un mundo mágico, siguen llenando, como en 1858, el alma de la multitud
analfabeta, crédula, infantil. Y la historia que comenzó Bolívar está por
proseguirse.
* * *
En 1936
se abrió como un paréntesis, se comenzó a ventilar la que era empozada
existencia nacional. Tuvimos prensa libre y deseo de renovar nuestra historia.
Nos faltaba educación política, que no pudieron transmitirnos los largos años
de “cesarismo democrático”, y aparecíamos de pronto en medio de la vida
moderna, como confundidos e interrogantes ante la variedad de caminos.
Democracia es la palabra permanente en que se han troquelado todos los anhelos
de reforma y organización advertidos en los últimos años venezolanos. Somos en
la mayoría gente de tierra caliente, y más que el plan tranquilo nos toma el
arranque afectivo. El estadista debe contar con ello cuando se dedique a
mejorar y transformar la realidad venezolana.
La
democracia —como ya lo enseñaba Cecilio Acosta entre los años 60 a 80 del
pasado siglo— es, entre otras muchas cosas, un problema de cultura colectiva.
Replegada en el bizantinismo formal de muchos años de tiranía; cerradas o
inexistentes las escuelas y universidades donde pudieran formarse los hombres
capaces de organizar un nuevo Estado, el problema cultural venezolano de los
presentes días comporta una doble técnica y una doble solución. Por una parte
esperan incorporarse a la vida jurídica y moral de la nación esos Juan Bimba sin historia (así se les ha llamado en
1936) cuyo destino étnico y espiritual todavía es un secreto; masa campesina y
proletaria en cuya sangre se han confundido, al través de las generaciones, el
blanco, el indio, el negro; raza nuestra cuya única forma de expresión
colectiva fue la violencia. Había hecho crisis la pequeña escuela donde, como
decían los programas de Instrucción Primaria, se les enseñaba “Lectura,
Escritura, Historia Patria, Aritmética Razonada”. Hay que enseñarles también a
producir, a mejorar el trabajo de sus manos, a hacer moral y estéticamente más
sana su convivencia.
Educación
económica (rural, manual, técnica), educación física y sanitaria, son rubros
casi nuevos en eso que hasta ahora denominábamos nuestra Instrucción Pública.
Simultáneamente con ello hay que crear las cabezas que piensen para la nación,
los hombres capaces de señalarnos los caminos de la vida moderna. El médico, el
abogado, el poeta espontáneo han solido ser los únicos representantes de
nuestra vida cultural. Al humanismo clásico que dio su mejor fruto en Bello, en
Fermín Toro, en Juan Vicente González no lo sustituyó en nuestra enseñanza
universitaria (fábrica de profesionales) el humanismo moderno en que pensó
Cecilio Acosta. Nuestra cultura superior ha sido —como en todos los países
sudamericanos— algo extraño al medio; flotante sobre nuestra realidad, ajeno
al misterio propio que se llama el país. Glosa, repetición, traducción, fue la
forma de nuestras universidades anquilosadas. El sabio solía ser el abogado
instruido en los códigos de los más lejanos países y que almacenaba en su
memoria las sentencias de la Corte Federal de Casación. Por ello existe tan
profundo abismo entre las leyes fabricadas en Caracas y la oscura circunstancia
autóctona. Por ello, lo que tiene más valor en la producción cultural venezolana
son algunas obras de imaginación donde el instinto del artista —como en ciertas
páginas de poesía o de novela— tropezó, más inconsciente que conscientemente,
con el secreto o el enigma nativo. Algunos hombres de ciencia bien dotados,
capaces de investigar y crear en un medio que no los comprendía, han trabajado
terriblemente solos. Al margen de ellas, con el empirismo, la rutina, la copia
mecánica de la Ley y el Decreto, permanecía el Estado venezolano.
Contra la inteligencia creadora y renovadora que en un medio de lucha cultural como el
europeo transforma la realidad, abre la brecha de nuevos destinos sociales, han
conspirado entre nosotros no sólo la ignorancia, sino el materialismo de una
época de tanta depresión moral como la de la dictadura de Gómez. El destino
mágico y extraordinario de aquel campesino astuto y rapaz hacía pensar a muchos
que el dinero adquirido de cualquier manera y el poder eran los dos únicos valores
humanos. Conocible y explicable era el desdén de Gómez por los letrados. ¿No le
daban forma ellos a sus más oscuras intenciones? ¿No le reformaban la
Constitución cuando así convenía a los negocios del “jefe”?
El dinero fácil compraba los hombres o los hundía en el carnaval de favores, humillaciones e indignidades. Unos ingenieros
yanquis habían descubierto el petróleo y la riqueza fiscal mal administrada
servía para la corrupción cotidiana de almas. Muchos que tenían capacidad y
talento se perdieron en esta gran feria de vanidad y de peculado. No hay una
vida intelectual organizada porque no se la necesita, y los cuatro temas de la
literatura oficial: la “Paz”, el “Trabajo”, el “Benemérito”, los “malos hijos
de la Patria” agotaron ya su posibilidad expresiva. A través de veintisiete
años ha caído regular, monótonamente el mismo diluvio de adjetivos.
Desaparecieron las revistas donde en otro tiempo se discutían problemas
nacionales. Unos cuantos semanarios gráficos que publican las instantáneas de
una corrida de toros o el “general de las Delicias” sirven para darle cabida y
satisfacción a la intelectualidad gomecista. La otra intelectualidad está
aherrojada en las prisiones, dispersa en el extranjero o reducida al silencio
en la propia Patria. En la Universidad se seguía repitiendo el Derecho Romano
de Gastón May y la Anatomía de Testut. Con ello se obtenía un título, y si se
era dócil era posible incorporarse al rodaje de la pesada, rutinaria —pero
eterna— máquina dictatorial. . .
Una tan larga experiencia de males nos da
acaso, por contraste, la posibilidad de cambiar. Es ahora el instante de volver
por esa tradición cultural que perdimos, pero que vivió con anhelo
constructivo en algunos de los mejores y excepcionales hombres que ha dado el
país. Contra el empirismo, la violencia, la eterna sorpresa y la aventura
criolla podríamos invocar la inteligencia que planea. La inteligencia, no como
adorno y objeto inútil, como evasión y nostalgia, sino como comprensión y
revelación de la tierra. Es una especie de plan para recuperar el tiempo; el
tiempo que aceleró Bolívar y que después se retardó y empezó en la maleza
oscura de nuestra ignorancia y nuestra desidia. El problema de la inteligencia
nacional es el de aprovechar la energía perdida, de hacer consciente lo que
hasta ahora sólo fue como rápida iluminación en algunos escritores y algunos
artistas: de abrir —para los que estaban perdidos y ciegos— las ventanas y los
caminos que se proyectan sobre el mundo.
Mariano Picón Salas
1940
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