Mensaje a los Merideños

Mensaje a los Merideños
en el IV centenario de la ciudad (1958)


por don Mariano Picón Salas

No puedo estar en Mérida entre mis compañeros de generación y entre las gentes más jóvenes, contando amigos muertos y abrazando amigos vivos, para celebrar el cuarto centenario de la ciudad. Espero que el Chama, el Mucujún, el Albarregas, el Milla, los cuatro ríos que la ciñen, y las pequeñas quebradas que le siguen cantando, se porten bien para ese día de fiesta, y la Sierra –a pesar de los relativos nublados de octubre- estrene las nieves más limpias para el regocijo. Y haya bastantes flores en las lomas y algunos muchachos –como cuando éramos niños- levanten en el Llano Grande sus cometas de color y de viento. Que luzca perfecto para los forasteros que la visiten ese paisaje en que suelen juntarse – como en muy pocas tierras del mundo- lo eglógico y lo wagneriano. Mérida es eglógica, mirada desde aquellas pequeñas heredades agrícolas de La Otrabanda, San Jacinto, Liria, El Vallecito, La Pedregosa, donde nunca faltaba, junto al cilindro de descerezar el café y los tanques para lavarlo, la sombra hospitalaria del corredor con sus enredaderas, y la silla y el buen “puntual” para el caminante. ¡Cuántas y hermosas fábulas aprendí –para que me encantaran la vida-  en esas travesías campesinas! Recuerdo hasta los nombres de los caballos que monté cuando era muchacho. Oigo con la memoria el habla un poco arcaica, suave, cortés, de las gentes que habitaban esas casas. Admiraba –contra el despilfarro, la vulgar ostentación y la precipitada moral de nuevos ricos que prevaleció después en la Venezuela del petróleo- su comedimiento, su sencilla hospitalidad, su sosiego. Parecía que aquellas gentes habían aprendido a vivir y prever la existencia leyendo Las Geórgicas. Junto al mundo cotidiano de las siembras, del pañizuelo de frutos menores, de las flores que hay que cuidar para que se adornen las señoritas, no les faltaba, tampoco, su fantástico mundo memorioso en que podían hablar de Carlomagno y los doce pares  y recordaban algún arcaico romance español. Tiempos y liturgias vivían entrelazados en una de las tradiciones más solariegas, quizás más ceremoniales, que conociera el interior venezolano. Por lo mismo que tantos cerros y páramos, ríos crecidos y selvas nos separaban del resto del país, podríamos soñar con mares y países desconocidos.

Y otra invitación a la fantasía era el escenario wagneriano que allí convive con el paisaje eglógico: ese empinamiento de cumbres que se apelotonan en el horizonte; las gargantas profundas que cortaron los ríos, las “morenas terminales” de milenarios ventisqueros; los árboles que trepan sobre las peñas como colas de caballos blancos. Sí; el paisaje de Mérida fue creado en un día de sumo alborozo por un Dios demasiado inventor que se entretenía en recortar y tajar montañas, en esparcir paletadas de color, en orquestar desde la meseta una sinfonía de aguas que a veces braman como el Chama en los meses más tormentosos, o apenas susurran como el Milla cuando acaricia los verdes campos de Liria. Y hay otra agua subterránea que acompaña nuestros pasos – no sé si como un perrillo o como una sirena- en aquellas caminatas adolescentes, en busca de nuestra vocación, desde las alturas de Belén o de la Columna, hasta la plaza del Llano. Así, en la ausencia de mi ciudad, cuando pronuncio la palabra “Mérida” vuelvo a oír cantar todas las aguas y huelo todas las flores y las plantas de un inalienable territorio poético. Digo, por ejemplo (y todo merideño comprenderá bien): “dictamo real”, “cínoro”, “incinillo”. Me provocan las frutas que vendían en el mercado: las rosadas “curabas” de los páramos; los “caimitos” de Ejido; las razas de manzanas de Pueblo Nuevo; las “piñas” de Chama; las “badeas” de La Pedregosa. Recuerdo a don Salomón Briceño, don Predro Enrique Bourgoin, don Emilio Maldonado, don Nicolás Brizuela, que cuentan entre las gentes que amaron más las frutas, flores, los pájaros y mariposas de Mérida.

Me pregunto qué es lo que debo a mi ciudad, y yo diría que primeramente un aprendizaje estético. Vivíamos en uno de los paisajes más singulares del mundo para que esa naturaleza tantas veces recorrida a pie o en el plácido “dos y dos” de nuestras cabalgaduras andinas, no nos marcara su dulce e imponente fascinación. Soy todavía un jubilado jinete de mucha memoria para no saber todas las vueltas que tenía la “Cuesta del Ciego” o cómo se subía a través de los cerros y “llamadas” a aquel extraño lugar paradisíaco en que ocultaba su secreto mágico la “Laguna de las Flores”. (Hay hasta la leyenda de un viejo hacendado que daba cita al diablo para que le trajera morocotas, aunque después se chamuscara su alma, en la boscosa y un poco sombría soledad de “La Carbonera”.) Y en mi obra literaria quise reflejar algunos de los mitos, visiones y temas que debo a mi oriundez merideña. En esa tierra aprendí a amar la poesía, y acaso un poco de sentimiento poético arraigado desde mis años mozos que me acompañó consoladamente en los peores trances de la vida.

Entre todas las ciudades de Venezuela, Mérida fue siempre labradora y estudiosa. A veces era un poco ciudad Penélope, pues se quedó administrando su casa, sembrando sus barbechos, cosiendo sus vestidos, mientras tantos Ulises aventureros se perdieron en las sirtes del mundo. Y en toda añoranza de hijos pródigos, Mérida parece esperarnos con su cortesía y su recato hospitalario como la buena mujer de la Odisea. Como ella también, con su sosiego y su parsimonia, se negó al asedio de tantos pretendientes que rondaban con su codicia o el ruido de sus espadas junto a los muros del Palacio. ¡Y cuántos pretendientes coléricos de poderío golpearon a la puerta de nuestras ciudades en lo que va de este siglo! Pretendientes a dictadores, aspirantes a verdugos. Pero acaso desde las viejas aulas del Colegio de San Buenaventura que se transformaron en Universidad republicana, Mérida había aprendido bastante derecho para no capitanear empresas de violencia. Se dijo que nosotros éramos corteses más que agresivos, irónicos más que fanáticos, y que a veces con demasiada calma preferimos la contemplación que la acción ciega. Aunque nunca podrá esquivarse la responsabilidad de muchos letrados que pecaron por pusilanimidad o silencio en tantas desgracias venezolanas, fue característico de Mérida preferir siempre el jurista al caudillo. Cuando en muchas horas de mal destino nacional la vencieron y ocuparon los malos hombres de presa, la cultura autóctona se vengaba de los falsos dominadores por el sarcasmo o la reticencia. Dejaban los merideños de asistir al baile del cacique invasor, o se mofaban de su torpeza y sus pocas letras, marcándole un apodo, ejemplarizándolo en una anécdota en las más buidas tertulias de los estudiantes. Cuando en la historia regional se citan nuestros próceres, frente a un primer civilizador de Los Andes como el Canónigo Uzcátegui, mencionamos aquellos héroes niños que interrumpieron sus estudios en el Colegio de San Buenaventura para seguir a Bolívar en 1813, o aquel gran capitán de huestes juveniles, universitario que se convirtió en paladín, en primer Roldán de la República, como Rivas Dávila. Después, los próceres de Mérida eran más bien catedráticos que daban sus clases de balde y se les tornasolaban de uso y vejez las levitas, cuando el cesarismo de Guzmán Blanco despojó de sus tierras y solares a la casa universitaria. Vosotros conoceis sus nombres preclaros, y si no alcancé a ver al incansable viejo Caracciolo Parra, si asoman en mis primeros recuerdos la levita del doctor Monsant, del doctor López María Tejera. Asistí a las clases de matemáticas y dibujo lineal de don Emilio Maldonado, y como tantos otros muchachos formé parte del alegre grupo que rodeaba a don Tulio para oirle muy sabrosos cuentos, a la salida de su lección de Historia. Y aun en estas tierras –aparentemente tan internadas- ¡cuánta modernidad!, qué aire polémico de ideas y corrientes filosóficas y literarias nos ofrecía la rica biblioteca y la vivacísima conversación de un Julio César Salas! Para un merideño de mi tiempo, aunque después se disparara por los más varios y contradictorios caminos, Mérida fue mucho más que el lugar de origen; el primero y dramático impulso del destino y la vocación. Sacamos también del alma en nuestro recuento de aconteceres la niñez florida de frutos, bañada en las aguas blancas de este paisaje, y la adolescencia dispuesta como una flecha en las manos del arquero para rebotar contra los conflictos del mundo.

Del balance que ahora hace la ciudad labriega y estudiosa al cumplir cuatrocientos años pudiéramos descubrir también hacia el futuro cuál es el destino y la voluntad de Mérida; qué prospecto de Historia quiere fijarse para el tiempo y las generaciones que está emplazando. Hemos dicho tantas veces que los azares y contratiempos de Venezuela dependen no sólo de la fuga y dispersión del hombre en un territorio demasiado vasto cuya naturaleza no acabamos de domesticar, sino de los desniveles de educación que centran la cultura, la riqueza y el poder en una escasa y privilegiada minoría, mientras las grandes multitudes permanecen fuera del tiempo histórico. Y seguir estudiando –porque cada época trae nuevas técnicas y nueva organización de los conocimientos  y experiencias humanas- parece la mejor meta que puede fijarse nuestra ciudad en los días venideros. 


(Transcrito del libro Suma de Venezuela por Mariano Picón SalasEditorial Doña Bárbara. Caracas, 1966)

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